relato

r e l a t o

Bajo el yelmo de Mambrino es el título del único de los relatos de mi colección que ha sido publicado (El País, 27 de abril de 2012). Fuel el ganador de la edición 2012 del concurso de relato corto convocado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, la editorial Alfaguara y el periódico El País. Las bases del concurso especifican que es obligatorio empezar el relato con las primeras líneas del Quijote.

 

BacíaMambrino

 

Bajo el yelmo de Mambrino

 

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

 

—Ese es el fragmento obligado para empezar. Pero tengo otra propuesta: he pensado que podríamos empezar de otra manera sin incumplir las bases.

—¿Cómo?

—Cambiando el orden de las palabras, pero usando sólo y exclusivamente esas palabras. Ninguna otra. Intentar otra combinación que tenga un sentido mínimo y nos permita arrancar otra historia diferente. En las bases sólo se dice que el relato tiene que empezar con esas palabras y no se especifica que tengan que ir en ese orden.

—Mmm… A ver qué has hecho.

 

“Ha mucho tiempo que no quiero acordarme de un hidalgo de los de lanza en astillero y adarga antigua, cuyo nombre (rocín flaco, galgo corredor) no vivía en un lugar de la Mancha. Su nombre, enjuto y extravagante, parecía no pertenecer a esas tierras y casi no existía porque la boca de las gentes se llenaba de silencio antes de pronunciarlo. Un nombre que, además de parecer extranjero, resultaba incómodo. Las gentes preferían nombrarle como ‘aquel que”.

 

—Perdona, pero yo diría que es un intento fallido. ¿Cómo vas empezar con ese desmadre? Demasiado forzado. Y no lo van a admitir, ya te lo digo yo. Por cierto, ¿a qué nombre te refieres?

—Había pensado Quix, pero no me gusta. Ya veremos más adelante…

—Vale. Pero reconoce que lo de cambiar el orden no funciona.

—Deja que termine y luego decidimos cómo empezar.

 

“Su figura sin nombre, achicharrada contra un infinito de cal y hambre, arroja una sombra pobre y quebrada sobre la tierra exhausta…”

 

—¿Es tu teléfono o el mío?

—El tuyo. El mío no suena así.

—Luego veo quién es.

—Sigo.

 

“Los caminos serpentean entre la mies. El vuelo de los insectos, el zumbido de las chicharras… La tarde, cada vez más densa y pesada. Y el silencio sin nombre. Y la sombra quebrada. Y la falta de un destino, que se expresa como fiebre en el horizonte.”

 

—Pero ¿no avanza?

—Avanzar, avanza. Pero si me sigues interrumpiendo, los que no vamos a avanzar somos nosotros.

—Es que necesitamos que la historia avance y sólo disponemos de cuatro páginas.

—De momento, hay caminos.

—Sí. Ya. Pero, ¿qué es un camino, si no hay nadie andando en él?

—Pues, para empezar, un camino es un lugar sin preguntas. Un camino es una respuesta. Aunque no tenga sentido, o no parezca tenerlo.

—Vale, vale. Pero ¿a qué pregunta van a responder esos caminos?

—Pues, si me dejas seguir, responderán, por ejemplo, a cosas como ¿quién puede soportar una existencia sin un nombre que los otros puedan pronunciar?, ¿qué le ocurre a un cuerpo flaco encerrado en una armadura bajo el sol hirviente de La Mancha?, ¿qué le ocurre a un alma enferma que se funde en ese horno y ante sus ojos sólo tiene un horizonte febril y tembloroso? Y, en esta historia, la respuesta a todas esas preguntas no es Don Quijote, es otro ser legendario, alguien que se muere a lomos de su caballo y a duras penas consigue mantenerse erguido. Pero, así y todo, a pesar de carecer de un discurso mental articulado, todavía sostiene con su actitud un discurso visual, un signo capaz de erigirse como una bandera y representar el papel de una amenaza imaginara que espanta al enemigo. ¿Te suena?

—Vale. Pero recuerda lo que hemos hablado: hay que colocar una historia de amor como sea. Es la fórmula del éxito. Se me ocurre que podría ir esto:

 

“Oh, Dulcinea, señora de mi alma; día de mi noche, gloria de mis penas…”

 

—Eso sí que me suena a mí.

—Claro. Del Retablo de Maese Pedro.

—Pero nos habíamos propuesto no repetir nada de El Quijote.

—Eso no está escrito literalmente así en El Quijote. Falla lo editó y ordenó a su manera. No es estrictamente El Quijote. Es algo parecido a lo que tú quieres hacer con el primer párrafo: reorganizar las palabras para construir otra cosa. En cierta medida, eso hizo Falla con El Retablo: ajustó el texto a las necesidades de un género distinto del original. Pero reconocerás que lo hizo bastante mejor…

—Sí, pero lo del primer párrafo es obligado. Mientras que meter esas morcillas ya son ganas de explotar el cuento.

—Qué va. ¿No ves qué intensidad? Oye esto:

 

“… norte de mis caminos, dulce prenda y estrella de mi ventura…”

 

—No, no, no. No puede pensar eso. ¿Cómo va a pensar esas filigranas un moribundo encerrado dentro de una coraza de hierro que le está asando el alma bajo el sol? En esas condiciones no prospera ni el delirio. Mejor dicho, sí prospera el delirio, pero lo hace de un modo desarticulado y nebuloso. La idea de una Dulcinea puede arder en su bóveda craneal como arde en el cielo el sol que le está matando, pero no tiene ni la energía ni el sentido necesarios para articular el nombre de la mujer amada. Es una situación extrema y el personaje está al borde de la extinción.

—¿Y qué otra cosa le podría mantener sobre el rocín? Si ni siquiera tiene nombre…

—La obstinación por vivir. Los mecanismos de supervivencia, que son automáticos. Y otros derivados obsesivos de la enfermedad mental que le está llevando a la muerte. De hecho, es el delirio lo que le ha llevado a la situación en que se encuentra, pero, una vez ahí, ni el delirio le queda. Piensa que su relación con el mundo es unilateral. No existe interrelación. No hay intercambio. Está encerrado e incomunicado en el interior de su armadura, en el interior de su infierno personal. Y recuerda que no hablamos de Don Quijote. Estamos construyendo otra ficción distinta. Este es otro personaje. Estamos hablando de un hombre aniquilado y sin horizonte. Un hombre que sólo es temblor y fiebre… No hay sitio para los estándares de Hollywood cuando el cerebro te hierve bajo un yelmo de hierro a cincuenta grados. ¿Es que no lo entiendes? Otra vez el móvil. ¿No lo vas a coger?

—¿Sí? Ah, hola… Sí… (…) (…) ¿Cómo ha sido? (…) ¿Septicemia? (…) Pero ¿está consciente? (…) ¿Y no te ha reconocido? (…) ¿En qué hospital? (…) Voy para allá.

—¿Tu padre?