Revista DESNIVEL nº 361, julio – agosto 2016
Por Luis Chacón
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SENSIBILIDAD, NOBLEZA, VOLUNTAD, GENEROSIDAD, ORDEN Y CAOS
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La muerte de Nil Bohigas, el pasado 13 de junio, nos ha sorprendido a todos desprevenidos. Nil era uno de los grandes de la historia del alpinismo. Su actividad y sus logros como escalador son bien conocidos y no es necesario añadir nada más en ese terreno. Por eso voy a optar por hablar del amigo al que todos vamos a echar en falta. Prefiero contar algunas de las cosas que sé de Nil y pueden servir para describir al gran hombre que era.
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Para empezar, podemos decir que Nil era sensibilidad, fuerza, elegancia, nobleza, voluntad, generosidad, orden y caos. Todo al mismo tiempo, con humildad y sin ruido. Era uno de los más grandes alpinistas que he conocido y al mismo tiempo era la negación de la arrogancia.
Un rasgo de Nil, que me llamó la atención cuando le conocí, en 1978, en el ambiente ruidoso del refugio de paredes, en Montserrat, era que nunca levantaba la voz. En su actitud suave y pausada reunía una sensibilidad exquisita y una fuerza descomunal, una combinación insólita que, unida a su voluntad inquebrantable, le llevó a lugares de la conducta humana que para mí son galaxias inimaginables (desde el Annapurna en estilo alpino, en compañía de Enric Lucas, hasta el Polo Norte en solitario).
Territorios extremos
El garaje hermético es un interesante cómic del francés Jean Giraud (Moebius). Cuando El garaje hermético fue publicado en España, a principios de los ochenta, a Nil le apasionó. El dibujo limpio y preciso combinaba claridad y complejidad, dos cosas que su espíritu pulcro y complejo supo apreciar y utilizar en las reseñas de las vías que abría. El relato del garaje hermético era desconcertante y extraño. Y era precisamente lo inconexo e inescrutable de la historia lo que le fascinaba a Nil. Lo enigmático de la trama y la pulcritud del dibujo eran rasgos que se ajustaban a su carácter de explorador de territorios extremos y hombre sistemático. Y luego estaba la noción de ‘hermético’ en el título y en la estructura deshilada del relato, algo que conectaba con su carácter reservado. Este rasgo de su personalidad hacía que a veces fuera tomado por un hombre tímido. Pero yo creo que, más que timidez, lo que había en el fondo del carácter de Nil era una profunda serenidad. Creo que eso era lo que le daba esa tranquilidad tan impresionante en las situaciones límite y lo que producía aquella manera de hablar con suavidad que tanto le caracterizaba.
A su gusto por el orden, Nil unía unas dotes de improvisador que le permitían desenvolverse perfectamente en el desorden, como hizo en tantas situaciones críticas. Creo que fue esa capacidad para navegar laberintos mentales lo que le permitió extraer orden del caos, cuando se encontraba en medio del desorden que los lugares extremos producen en nuestras neuronas. Aunque parezca imposible, en Nil se daban cita, de un modo natural, el orden y el caos, la fuerza y la elegancia, la explosión de un motor muy poderoso y la pausa de un cerebro privilegiado que conseguía mantener el pulso y la razón cuando las amenazas crecían a su alrededor como monstruos. Y todo ello con humildad y sin ruido. Nil podría haber sido el hombre invisible en un refugio lleno de bocazas, pero la autoridad de los itinerarios que abría era tan rotunda que era imposible que su actividad pasara desapercibida. Y eso sin levantar la voz y sin necesidad de dar empujones ni codazos para abrirse paso.
Un desafío horizontal
Entre las expediciones que Nil realizó, hay una que fue su creación personal y ocupaba un lugar preferente en su memoria: la expedición en solitario al Polo Norte, del año 1992. Después de los desafíos verticales que ya había hecho en numerosas montañas, tuvo la extraña imaginación de plantearse un desafío horizontal de unas características completamente diferentes y tan extremas como sus actividades en las grandes montañas del mundo. En esa ocasión, David Casas y yo fuimos el equipo de apoyo que le asistió en su aventura. Eso nos brindó la oportunidad de ver a Nil actuar en situaciones muy adversas. Y lo que vimos fue asombroso. Vimos a un hombre muy capaz y sereno que sabía aceptar el riesgo como un elemento natural de la aventura —aquí hablo de riesgos enormes que comprometen la vida, no de traspiés en los que uno se puede hacer un arañazo—. Cuando uno sale de su mundo, de un mundo conocido sobre el que ejerce un cierto grado de control, para avanzar hacia lo desconocido, ya sea en un territorio tan radical y hostil como el ártico o en cualquier circunstancia extrema de la vida, tiene que convivir con el riesgo y aceptarlo como un elemento más de esa cotidianidad nueva que encontramos en el límite de lo posible, en las zonas fronterizas donde crecemos y encontramos los nuevos mundos que nuestro espíritu es capaz de divisar. Y eso era algo que Nil hacía como lo hacía todo en su vida: con una naturalidad fácil y sin énfasis ni arrogancia.
El poeta de lo extremo
Cuando Nil concibió su plan polar, a finales de los ochenta, a ningún español se le había pasado por la cabeza la idea de cruzar el casquete ártico para llegar al Polo Norte en solitario. Por entonces, Ramón Larramendi, otro pionero español de las exploraciones árticas, planeaba una larga travesía por el ártico canadiense con trineo tirado por perros. Pero nadie de nuestro entorno había tenido todavía la visión de proponerse el norte absoluto en solitario y sin utilizar perros. Así ocurrió que, cuando me incorporé al proyecto, hacia 1990, todavía en la fase de documentación, la falta de datos era escalofriante. Por entonces, Nil había hecho ya una investigación en su estilo sistemático, había conseguido datos interesantes pero escasos, y lo que me pasó fue una carpeta con unos pocos documentos pulcros y bien organizados en los que solo había algunas generalidades acerca del ártico y un esbozo del plan y el itinerario. Y con eso había que funcionar. Aunque a mí lo que más me preocupaba de aquel dossier tan flaco era el enorme cúmulo de interrogantes sin respuesta que se podían deducir de una información tan escueta. Las respuestas las encontraremos sobre el terreno, me dijo, como los antiguos exploradores. En estos tiempos de internet puede parecer increíble aquella falta de información, aquella excitante sensación de misterio y desconocimiento. Estábamos a punto de entrar en el siglo XXI, pero internet todavía era inimaginable y uno se sentía más cerca de los exploradores del siglo XIX, que de los ingenieros que ya enviaban naves a explorar el espacio exterior. A mi juicio, ese es el valor de las invenciones de los poetas de lo extremo: que le sacan a uno de su lógica habitual y le llevan a territorios desconocidos y fascinantes. Creo que la historia de la humanidad está hecha de la sustancia apasionada que ha propiciado esos momentos de exploración y crecimiento.
Para atravesar el casquete polar, Nil pasó dos meses y medio esquiando en solitario, hizo casi 1000 Km de travesía en las condiciones más hostiles del planeta, tuvo dos accidentes que estuvieron a punto de costarle la vida y, al final, cuando ya estaba a menos de 70 Km del Polo Norte, el casquete helado que cubre el océano ártico se empezó a romper debido a la subida de temperatura de la primavera. Se abrieron grandes grietas que ya no se volvían a congelar y resultaban imposibles de cruzar —durante el resto de la travesía, cuando se abría una grieta, solo era cuestión de esperar que volviera a congelarse—, y se quedó aislado en una plataforma de hielo de varios kilómetros cuadrados rodeada de agua, una isla flotante sin salida. Nil todavía estaba fuerte y motivado, pero era imposible seguir. Tuvo que abandonar.
Pasión y honestidad
Cuando volvimos al campo base, después de sacarle de aquella isla negativa, hubo una persona que me dijo: “¿qué vais a decir a los medios de comunicación?, supongo que diréis que ha llegado al Polo Norte, ¿no?, porque estaba prácticamente allí”. Esa persona no conocía bien a Nil y ya había visto algún fraude en el ártico, pero no sabía que el combustible que Nil llevaba en su depósito existencial estaba hecho de una rara y potente mezcla de pasión y honestidad. Cuando le comenté a Nil lo que me habían dicho, forzó una sonrisa en medio del abatimiento y me dijo que a la prensa le íbamos a contar las cosas como habían sido. Una mentirijilla casi insignificante podría haber cambiado su biografía y la historia de las expediciones árticas españolas. Pero esa idea era inconcebible para él. Después de todo lo que había sufrido, después del esfuerzo descomunal que había invertido, después de haber comprometido su vida en el intento, se podría haber sentido autorizado a exagerar un poquito la cosa, dar por hechos esos escasos 70 kilómetros y disfrutar de la gloria. Pero no. Para eso habría hecho falta otra persona. Nil seguía siendo el hombre excepcional que jamás alardeaba de sus enormes logros, el mismo tipo de hablar suave y pausado al que había conocido catorce años antes en un refugio de Montserrat y cuya autoridad natural se imponía sin esfuerzo y sin necesidad de exagerar, por el simple peso de los hechos y por el respaldo de su incuestionable honestidad.
‘Esta vez no te seguiré’
David Casas, mi compañero en el campo base de Resolute Bay durante la expedición al Polo Norte, que también acompañó a Nil en otras aventuras, ha escrito un texto muy hermoso. Quiero terminar este apunte con un fragmento de esa despedida cuyo sentimiento comparto: “Nil (…) esta vez no te seguiré, esta expedición la haces en solitario. Espero que donde estés haga frío. Aquel frío tan intenso que tanto nos gustaba. Yo me quedo aquí, con el calor, como el calor que buscábamos en todos aquellos momentos, con el calor que me dabas en tantas situaciones complicadas. Resérvame un sitio en tu tienda.”